sábado, 3 de septiembre de 2022

Adán y su compañera: después de la caída

 

Huyamos de sus iras, mas ¿adónde?

Si no apaga su sol, ¡quién nos esconde

del ofendido Dios?

Y si de  noche oscura se presenta,

¿no hará con su mirada, que calienta,

cenizas de los dos?

 

¿Nos esconderá el mar que ronco truena?

¡El mar!... ¡el mar!... un escalón de arena

que, si lo salva el pie,

detrás de onda benéfica que halaga

se estrella otra mortífera que traga,

¡y nada más se ve!

 

Y a los altivos montes ¿quién acude,

si, pasando su sombra, los sacude

con hórrido temblor?

¿Si encorvarán sus cimas de malezas,

oprimiendo tal vez nuestras cabezas,

malditas del Señor?

 

¿Sabes, di, algún lugar árido y triste,

que de abrojos y espinas se reviste,

sin flores por tapiz,

do estrechando los brazos criminales

cerremos en la noche de los males

el párpado infeliz?

 

¿Y no llegue su enojo a tales climas,

reventando en volcanes por las cimas,

y removiendo el mar?

¿Y podamos, por único consuelo,

no contemplar la luz y ver el cielo,

tan sólo respirar?

 

¿Do no suene su voz que me acobarde’

¿Do  no vuele en las brisas de la tarde

que él mismo embalsamó?

¿Ni encienda sus estrellas que ama tanto,

crisólitos caídos de su manto

que en trono sacudió?

 

¿Y será que se olvide de mi nombre

y nada le recuerde que hizo al hombre

que al lado tuyo ves?

¿Y no cuente, al fulgor de sus destellos,

ninguno de mis días, ni cabellos,

ni huella de mis pies?

 

Mas ¡ah!, que con su dedo omnipotente

sostiene todo mar y continente;

y el dedo encogerá,

y, desquiciado entonces con asombro,

para vagar en átomos de escombro,

el  mundo caerá.

 

¡Oh amada realidad de sueños míos!

Tú, nacida al frescor de cuatro ríos,

en medio del edén,

arrastrarás conmigo y con tus penas

por páramos de estériles arenas

tu maldición también.

 

¿Quién te igualó en riqueza y hermosura

antes de aquel instante sin ventura

de amargo frenesí?

¿antes que aquella sombra te halagase

y aquel fruto de muerte mancillase

tus labios de rubí?

 

Las fuentes retrataban tu contento,

y de tu blanco seno el movimiento,

tu risa y tu mirar;

y tus ojos de llanto no sabían,

y tus hondas entrañas no mordían

las limas del pesar.

 

Las aves cariñosas te cantaban,

las brisas tu cabello acariciaban

con ósculos de amor,

y cuando la pisó tu pie de nieve,

no perdió de amorosa ni de leve

la más delgada flor.

 

Yo bebía en tus ojos dulce encanto,

y envidiaba mi dicha el ángel santo,

y el  mismo serafín,

que, al eco de tu voz, dejaba el cielo,

por gozar tu mirada de consuelo,

volando en el jardín.

 

¡Oh cómo se acabaron tales días

y se rasgo tu tela de alegrías,

bordada de placer!

¿Dó estáis, auroras puras y brillantes?

¿Volasteis a otros climas muy distantes,

para jamás volver?

 

Ya el sol con su luz clara no consuela;

siento mi desnudez que el frío hiela,

y encuentro sin calor

tus ósculos que libo y tu regazo,

y al buscar una dicha en un abrazo,

mi dicha es el dolor.

 

¿Y quién nos borrará de la memoria 

nuestro pasado bien y vuestra gloria

y excelsa beatitud,

para que, sin tormentos, sin enojos,

cerremos breve instante nuestros ojos

con sueño de quietud?

 

¿Y quién ha de dormir, si esta presente

del ofendido Dios Omnipotente

la eterna maldición?

¿Si enluta nuestros pasos, nuestra vida,

y con llama feroz, desconocida,

nos quema el corazón?

 

¡Yo tiemblo de mirarme en su presencia!

Resuena en mis oídos la sentencia

que nos dictó el gran Ser:

‘por cuanto  mis preceptos no cumplisteis,

al polvo volveréis de do salisteis,

por solo mi querer’.

 

Esto dijo a su triste compañera

el hombre, en su desgracia lastimera,

maldito de su Dios;

y la fúnebre noche del pecado,

con un manto de sombras enlutado

cayó sobre los dos.

Juan Arolas

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