El
vino
Conocidísima
es “La cena jocosa” del sevillano Baltazar del Alcázar.
Fue un poeta del Siglo
de Oro español que cantó a los placeres materiales de la vida en tono festivo,
alegre y desenfadado:
La
cena jocosa
En
Jaén, donde resido,
vive
don Lope de Sosa,
y
diréte, Inés, la cosa
más
brava d'él que has oído.
Tenía
este caballero
un
criado portugués...
Pero
cenemos, Inés,
si
te parece, primero.
La
mesa tenemos puesta;
lo
que se ha de cenar, junto;
las
tazas y el vino, a punto;
falta
comenzar la fiesta.
Rebana
pan. Bueno está.
La
ensaladilla es del cielo;
y
el salpicón, con su ajuelo,
¿no
miras qué tufo da?
Comienza
el vinillo nuevo
y
échale la bendición:
yo
tengo por devoción
de
santiguar lo que bebo.
Franco
fue, Inés, ese toque;
pero
arrójame la bota;
vale
un florín cada gota
d'este
vinillo aloque.
¿De
qué taberna se trajo?
Mas
ya: de la del cantillo;
diez
y seis vale el cuartillo;
no
tiene vino más bajo.
Por
Nuestro Señor, que es mina
la
taberna de Alcocer:
grande
consuelo es tener
la
taberna por vecina.
Si
es o no invención moderna,
vive
Dios que no lo sé,
pero
delicada fue
la
invención de la taberna.
Porque
allí llego sediento,
pido
vino de lo nuevo,
mídenlo,
dánmelo, bebo,
págolo
y voyme contento.
Esto,
Inés, ello se alaba;
no
es menester alaballo;
sola
una falta le hallo:
que
con la priesa se acaba.
La
ensalada y salpicón
hizo
fin; ¿qué viene ahora?
La
morcilla. ¡Oh, gran señora,
digna
de veneración!
¡Qué
oronda viene y qué bella!
¡Qué
través y enjundias tiene!
Paréceme,
Inés, que viene
para
que demos en ella.
Pues,
¡sus!, encójase y entre,
que
es algo estrecho el camino.
No
eches agua, Inés, al vino,
no
se escandalice el vientre.
Echa
de lo trasaniejo,
porque
con más gusto comas;
Dios
te salve, que así tomas,
como
sabia, mi consejo.
Mas
di: ¿no adoras y precias
la
morcilla ilustre y rica?
¡Cómo
la traidora pica!
Tal
debe tener especias.
¡Qué
llena está de piñones!
Morcilla
de cortesanos,
y
asada por esas manos
hechas
a cebar lechones.
¡Vive
Dios, que se podía
poner
al lado del Rey
puerco,
Inés, a toda ley,
que
hinche tripa vacía!
El
corazón me revienta
de
placer. No sé de ti
cómo
te va. Yo, por mí,
sospecho
que estás contenta.
Alegre
estoy, vive Dios.
Mas
oye un punto sutil:
¿No
pusiste allí un candil?
¿Cómo
remanecen dos?
Pero
son preguntas viles;
ya
sé lo que puede ser:
con
este negro beber
se
acrecientan los candiles.
Probemos
lo del pichel.
¡Alto
licor celestial!
No
es el aloquillo tal,
ni
tiene que ver con él.
¡Qué
suavidad! ¡Qué clareza!
¡Qué
rancio gusto y olor!
¡Qué
paladar! ¡Qué color,
todo
con tanta fineza!
Mas
el queso sale a plaza,
la
moradilla va entrando,
y
ambos vienen preguntando
por
el pichel y la taza.
Prueba
el queso, que es extremo:
el
de Pinto no le iguala;
pues
la aceituna no es mala;
bien
puede bogar su remo.
Pues
haz, Inés, lo que sueles:
daca
de la bota llena
seis
tragos. Hecha es la cena;
levántense
los manteles.
Ya
que, Inés, hemos cenado
tan
bien y con tanto gusto,
parece
que será justo
volver
al cuento pasado.
Pues
sabrás, Inés hermana,
que
el portugués cayó enfermo...
Las
once dan; yo me duermo;
quédese
para mañana.
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