martes, 25 de febrero de 2020


Amor y orgullo

Un tiempo hollada por alfombras rosas;
y nobles vates, de mentidas diosas
prodigábanme nombres;
mas yo, altanera, con orgullo vano,
cual águila real al vil gusano
contemplaba a los hombres.

Mi pensamiento –en temerario vuelo-
ardiente osaba demandar al cielo
objeto a mis amores:
y si a la tierra con desdén volvía
triste mirada, con soberbia impía
marchitaba sus flores.

Tal vez por un momento caprichosa
entre ellas revolé, cual mariposa,
sin fijarme en ninguna;
pues de místico bien siempre anhelante
clamaba en vano, como tierno infante
quiere abrazar la luna.

Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
do osé mirar del sol la ardiente lumbre
que fascinó mis ojos,
cual hoja seca al raudo torbellino,
cedo al poder del áspero destino…
¡Me entrego a sus antojos!

Cobarde corazón, que el nudo estrecho
gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
trocando ya tu indómita fiereza,
de libertad te priva?

¡Mísero esclavo de tirano dueño;
tu gloria fue cual mentiroso sueño,
que con las sombras huye!
Di, ¡qué se hicieron ilusiones tantas
de necia vanidad, débiles plantas
que el aquilón destruye?

En hora infausta a mi infeliz reposo,
¿no dijiste, soberbio y orgulloso:
-quién dormirá mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
mudar de rumbo al céfiro ligero
y arder el mármol frío!-

¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón… Mas ¡cuan en vano
te advirtió tu locura!
Tú misma te forjaste la cadena,
que a servidumbre eterna te condena
y a duelo y a amargura.

Los lazos caprichosos que otros días
–Por pasatiempo- a tu placer tejías,
fueron de seda y oro;
Los que ahora rinden tu valor primero
son eslabones de pesado acero,
templados en tu lloro.

¿Qué esperaste ¡ay de ti! De un pecho helado,
de inmenso orgullo y presunción hinchado,
de víboras nutrido? T
ú –que anhelabas tan sublime objeto-
¿cómo al capricho de un mortal sujeto
te arrastras abatido?

¿Con qué velo tu amor veló mis ojos,
que por flores tomé duros abrojos
y por oro la arcilla?
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
y mis amantes ¡ay! tal vez se engríen
del yugo que me humilla!

¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
quieres ver en mi frente
el sello del amor que te devora?...
¡Ah! velo, pues, y búrlese en buen hora
de mi baldón la gente.

¡Salga del pecho –requemando el labio-
el caro nombre, de mi orgullo agravio,
de mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
y en la luna apacible, que con ellas
alumbra el firmamento?

¿No oyes de las auras el murmullo?
¿No le pronuncia –en gemidor arrullo-
la tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
halaga con pausado movimiento
en esa selva hojosa?

De aquella fuente entre las claras linfas,
¿no le articulan invisibles ninfas
con eco lisonjero?
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
si aún el silencio tiene voz, que clama
ese nombre que quiero?

Nombre que un alma lleva por despojo;
nombre que excita con placer enojo,
y con ira ternura;
nombre más dulce que el primer cariño
de joven madre al inocente niño,
copia de su hermosura.

Y más amargo que el adiós postrero
que al suelo damos, donde el sol primero
alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga y halagando mata;
nombre que hiere –como siempre ingrata-
al pecho que le anida.

¡No, no lo envíes, corazón, al labio!...
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
trémulas hojas, tórtola doliente,
como calla mi lengua!

Gertrudis Gómez de Avellaneda

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jueves, 20 de febrero de 2020


El estío

Mayo recoge el virginal tesoro;
desciñe Flora su gentil guirnalda;
la sombra busca el manantial sonoro
del alto monte en la risueña falda;
campos son ya de púrpura y de oro
los que fueron de rosa y esmeralda;
y apenas riza su corriente el río
a los primeros soplos del Estío.

El soto ameno y la enramada umbrosa,
el valle alegre y la feroz ribera,
con voz desalentada y cariñosa
despiden a la dulce Primavera;
muere en su tallo la inocente rosa;
desfallece la altiva enredadera;
y en desigual y en tenue movimiento
gime en el bosque fatigado el viento.

Por la alta cumbre del collado asoma
la blanca aurora su rosada frente,
reparte perlas y recoge aroma;
se abre la flor que su mirada siente;
repite los arrullos la paloma
bajo las ramas del laurel naciente;
y allá por los tendidos olivares
se escuchan melancólicos cantares.

Del aura dócil al impulso blando
la rubia mies en la llanura ondea;
del dulce nido alrededor volando
la alondra gira y de placer gorjea;
las ondas de las fuentes suspirando
quiebran el rayo de la luz febea,
y en delicados mágicos colores,
el fruto asoma al expirar las flores.


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Sobre los montes que cercando toca
la niebla tiende su bordado encaje;
desde el peñón de la desierta roca
lánzase audaz el águila salvaje;
el seco vientecillo que sofoca
cubre de polvo el pálido follaje;
y por el monte y por la vega umbría
crece el calor y se derrama el día.

Y en el árido ambiente se dilata
la esencia de la flor de los tomillos,
y lento el río su raudal desata
entre mimbres y juncos amarillos;
y si al cubrir sus círculos de plata
con sus plumeros blandos y sencillos
la caria dócil la corriente roza,
trémula el agua de placer solloza.

Del valle en tanto en la pendiente orilla
manso cordero del calor sosiega;
se oyen los cantos de la alegre trilla;
suenan los ecos de la tarde siega;
ardiente el sol en el espacio brilla:
el azul su majestad despliega,
y duermen a la sombra los pastores,
y se abrasan de sed los segadores.

Presta sombra a la rústica majada
la noble encina que a la edad resiste;
en su copa de fruto coronada
la vid de verde majestad se viste;
a su pie la doncella enamorada
canta de amor, pero su canto es triste,
que, en el profundo afán que la devora, 
amores canta porque celos llora.

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Y el eco de su voz, dulce al oído
más que el tierno arrullar de la paloma,
por el monte y el valle repetido,
tristes, confusas vibraciones toma;
y en las ondas del aire suspendido
se escapa al fin por la quebrada loma,
y sin que el aura devolverlo pueda
todo en reposo y en silencio queda.

Mudas están las fuentes y las aves;
no circula ni un átomo de viento;
cortadas por el sol lentas y graves
caen las hojas del árbol macilento;
tenue vapor en ráfagas suaves
se levanta con fácil movimiento,
y mezclado en la luz su sombra extraña,
va formando la nube en la montaña.

Hinchada, al fin, soberbia, se desprende
del horizonte azul la nube densa,
y el fuego del relámpago la enciende,
y gira por la atmósfera suspensa,
y ya sus flancos inflamados tiende,
ya el vapor de su seno se condensa.
Y soltando el granizo en lluvia escasa
la rompe el trueno, y se divide y pasa.

Y el sol que se reclina en Occidente
de su encendido manto se despoja.
Y en los blancos celajes del Oriente
se pierde el rayo de su lumbre roja.
Brilla la gota de agua transparente
detenida en el polvo de la hoja,
y tendiendo el crepúsculo suplanta
del fondo de los valles se levanta.

Como el ensueño dulce y regalado
que en la fiebre de amor templa el desvelo,
vertiendo en nuestro espíritu agitado
la misteriosa esencia del consuelo;
así por el ambiente reposado
de estrellas y vapor bordando el cielo,
breves y llenas de feraz rocío
cruzan las noches del ardiente Estío.

Y en tristes ecos el silencio crece,
y en tibio resplandor la sombra vaga;
la luz de las estrellas se estremece
y en el limpio raudal brilla y se apaga;
Naturaleza entera se adormece
en el hondo placer que la embriaga,
y lleva el aura en vacilantes giros
besos, sombras, perfumes y suspiros.

Más puro que la tímida esperanza
que sueña el alma en el amor primero,
su rayo débil desde Oriente lanza,
sol de la noche, virginal lucero;
triste y sereno por el cielo avanza
de la cándida luna mensajero,
por ella viene y suspirando ella
síguele en pos enamorada y bella.

Cuantos guardáis la tímida inocencia
que a la esperanza y al amor convida;
los que en el alma la impalpable esencia
de su primer amor lloráis perdida;
cuantos con dolorosa indiferencia
vais apurando el cáliz de la vida;
todos llegad, y bajo el bosque umbrío
sentid las noches del ardiente Estío.

Las del tirano amor, desengañadas,
pálidas y dulcísimas doncellas,
vosotras que lloráis desconsoladas
sólo el delito de nacer tan bellas;
mirad entre las nubes sosegadas
cómo cruzan el cielo las estrellas;
que no hay duda, ni afán, ni desconsuelo
que no se calme contemplando  el cielo.

Y tú, tierna a mi voz, blanca hermosura,
fuente de virginal melancolía,
más hermosa a mis ojos y más pura
que el rayo azul con que despunta el día;
corazón abrasado de ternura,
espíritu de amor y de armonía,
ven y derrama en el tranquilo viento
el ámbar delicado de tu aliento.

La dulce vaguedad que me enajena
aumenta la inquietud de mi deseo;
tu voz perdida en el ambiente suena;
donde mis ojos van tu sombra veo;
de amor y afán mi corazón se llena
porque en tu amor y en mi esperanza creo;
y así suspende el sentimiento mío
la tibia noche del ardiente Estío.

Noche serena y misteriosa, en donde
dormido vaga el pensamiento humano,
todo a los ecos de tu voz responde,
la mar, el monte, la espesura, el llano;
acaso Dios entre tu sombra esconde
la impenetrable luz de algún arcano;
tal vez cubierta de tu inmenso velo
se confunde la tierra con el cielo.

José Selgás

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sábado, 15 de febrero de 2020

Rima VII

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en la rama,
esperando la mano de nieve
que sabrá arrancarla!

¡Ay! Pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma.
Y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: “¡Levántate y anda!
Gustavo Adolfo Bécquer

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domingo, 9 de febrero de 2020

Sin título

Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos;
taparon su cara
con un blanco lienzo;
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.

La luz, que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
velase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.

Despertaba el día
y a su albor primero
con sus mil rüídos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
medité un momento:
“¡Dios mío, que solos
se quedan los muertos!”

De la casa en hombros
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.

Al dar de las ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos:
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.

De un reloj se oía
compasado el péndulo.
Y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba…
que pensé un momento:
“¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”

De la alta campana
la lengua de hierro,
le dio, volteando,
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila,
formando el cortejo.

Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.

La piqueta al hombro,
el sepulturero
cantando entre dientes
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
reinaba el silencio;
perdido en las sombras,
medité un momento:
“¿Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!”

En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a solas me acuerdo.

Allí cae la lluvia
con su son eterno:
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡Acaso del frío
se hielan los huesos!...

¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuelve el alma al cielo?
¿Todo es vil materia,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo
que al par nos infunde
repugnancia y duelo,
al dejar tan tristes,
tan solos los muertos!

Gustavo Adolfo Bécquer

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lunes, 3 de febrero de 2020


Amor oculto

Ya de mi amor la confesión sincera
oyeron tus calladas celosías,
y fue testigo de las ansias mías
la Luna, de los tristes compañera.

Tu nombre dice el ave placentera
a quien visito yo todos los días,
y alegran mis soñadas alegrías
el valle, el monte, la comarca entera.

Sólo tú mi secreto no conoces,
por más que el alma con latido ardiente,
sin yo quererlo, te lo digo a voces;

y acaso has de ignorarlo eternamente,
como las ondas de la mar veloces
la ofrenda ignoran que les da la fuente.

Manuel del Palacio

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