A las damas
Esposa y sirvienta son lo mismo
pues sólo se diferencian en el nombre,
cuando del fatal anillo surge un abismo;
que nada, nada puede separar.
Cuando ella obedece la solemne palabra,
que el hombre en ley suprema ha formulado,
todo lo amable queda entonces sepultado
y sólo permanece la posesión y el orgullo.
Feroz como un príncipe oriental, él crece,
revelando al fin toda su soberbia innata.
Para mirar, reír o hablar,
sus votos no lo sujetan,
pero a ella, a una infinita
soledad la condenan,
resignando para siempre toda libertad.
Así será gobernada bajo su mando,
temiendo a su esposo como a una deidad.
A él debe obedecer, a él debe servir,
sin jamás actuar, sin jamás decir;
hasta que en su arrogancia
repose, confiado,
dueño del poder, sobre un panteón adorado.
Evitad, dulces doncellas, aquel indeseable estado,
y todo esa adoración que supura odio.
Valoraos a vosotras mismas, y despreciad a los galanes.
Recordad que si sois orgullosas, seréis sabias.
Mary Chudleigh
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