martes, 16 de octubre de 2018



A buen juez mejor testigo

I

(...)

Los álamos de la vega
parecen en la espesura
de fantasmas apiñados
medrosa y gigante turba;
y alguna vez desprendida
gotea pesada lluvia,
que no despierta a quien duerme,
ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño
entre las sombras confusas,
y el Tajo a sus pies pasando
con pardas ondas la arrulla.
El monótono murmullo
sonar perdido se escucha,
cual si por las hondas calles
hirviera del mar la espuma.

(...)

Tan en calma y tan sombría
como la noche que enluta
la esquina en que desemboca
una callejuela oculta,
se ve de un hombre que aguarda
la vigilante figura,
y tan a la sombra vela
que entre las sombras se ofusca.

(...)

Pasó así tan largo tiempo
que pudiera haberse duda
de si es hombre, o solamente
mentida ilusión nocturna;
pero es hombre, y bien se ve,
porque con planta segura
ganando el centro a la calle
resuelto y audaz pregunta:
“,Quién va?”, y a corta distancia
el igual compás se escucha
de un caballo que sacude
las sonoras herraduras.
-”Quién va?” – repite, y cercana
otra voz menos robusta
responde : “Un hidalgo, ¡calle!”
Y el paso el bruto apresura.
-Téngase el hidalgo – el hombre
replica, y la espada empuña.
-Ved más bien si me haréis calle
-repusieron con mesura
que hasta hoy a nadie se tuvo
Ibán de Vargas y Acuña.
-Pase el Acuña y perdone
dijo el mozo en faz de fuga,
pues teniéndose el embozo
sopla un silbato, y se oculta.
Paró el jinete a una puerta,
y con precaución difusa salió
una niña al balcón
que llama interior alumbra.
“¡Mi padre!”, clamó en voz baja
y el viejo en la cerradura metió
la llave pidiendo
a sus gentes que le acudan.
Un negro por ambas bridas
tomó la cabalgadura,
cerróse detrás la puerta
y quedó la calle muda.
En esto desde el balcón,
como quien tal acostumbra,
un mancebo por las rejas
de la calle se asegura.
Asió el brazo al que apostado
hizo cara a Ibán de Acuña,
y huyeron con el embozo
velando la catadura.

II

(...)

Los labradores se acercan
al fuego de sus hogares,
cargados con sus aperos,
cansados de sus afanes.
Los ricos y sedentarios
se tornan con paso grave
calado el ancho sombrero,
abrochados los gabanes,
y los clérigos y monjes
y los prelados y abades
sacudiendo el leve polvo
de capelos y sayales.
Quédase solo un mancebo
de impetuosos ademanes
que se pasea ocultando
entre la capa el semblante.
Los que pasan le contemplan
con decisión de evitarle,
y él contempla a los que pasan
como si a alguien aguardase.

(...)

Una mujer también sola
se viene el llano adelante
la luz del rostro escondida
en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso
y en lo flexible del talle
puede a través de los velos
una hermosa adivinarse.
Vase derecha al que aguarda
y él al encuentro la sale
diciendo… cuanto se dicen
en las citas los amantes.
Mas ella galanterías
dejando severa aparte,
así al mancebo interrumpe
en voz decisiva y grave:
-Abreviemos de razones,
Diego Martínez ; mi padre,
que un hombre ha entrado en su ausencia
dentro mi aposento sabe;
y así quien mancha mi honra
con la suya me la lave ;
o dadme mano de esposo,
o libre de vos dejadme
Miróla Diego Martínez
atentamente un instante,
y echando a un lado el embozo,
repuso palabras tales:
-Dentro de un mes, Inés mía,
parto a la guerra de Flandes;
al año estaré de vuelta
y contigo en los altares.
Honra que yo te deduzca
con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra
hidalgos que en honra nacen.
-Júralo – exclamó la niña.
-Más que mi palabra vale
no te valdrá un juramento.
-Diego, la palabra es aire.
-¡Vive Dios que estás tenaz!
Dalo por jurado y baste.
-No me basta, que olvidar
puedes la palabra en Flandes.
-¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?
-Que a los pies de aquella imagen
lo jures como cristiano
del santo Cristo delante.
Vaciló un poco Martínez,
mas porfiando que jurase
llevólo Inés hacia el templo
que en medio de la vega yace.
Enclavado en un madero,
en duro y postrero trance,
ceñida la sien de espinas,
descolorido el semblante,
víase allí un crucifijo
teñido de negra sangre,
a quien Toledo devota
acude hoy en sus azares.
Ante sus plantas divinas
llegaron ambos amantes,
y haciendo Inés que Martínez
los sagrados pies tocase,
preguntóle
-Diego, ¿juras
a tu vuelta desposarme?
Contestó el mozo
-¡ Sí, juro!
Y ambos del templo se salen.

III

Pasó un día y otro día
un mes y otro mes pasó,
y un año pasado había,
mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés
oraba un mes y otro mes
su vuelta aguardando en vano,
del crucifijo a los pies
do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía
después de traspuesto el sol,
y a Dios llorando pedía
la vuelta del español,
y el español no volvía.

(...)

Así Inés desesperaba
sin acabar de esperar,
y su tez se marchitaba,
y su llanto se secaba
para volver a brotar.

(...)

Pasó un día y otro día,
un mes y otro mes pasó,
y el tercer año corría:
Diego a Flandes se partió,
mas de Flandes no volvía.

(...)

Así la niña lloraba
el rigor de su fortuna,
y así la tarde pasaba
y al horizonte trepaba
la consoladora luna.
A lo lejos, por el llano,
en confuso remolino,
vio de hombres tropel lejano
que en pardo polvo liviano
dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón,
y llegando recelosa
a las puertas del Cambrón,
sintió latir zozobrosa
más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero
dejó ver la escasa luz
por bajo el arco primero
un hidalgo caballero
en un caballo andaluz.

(...)

Asióse a su estribo Inés,
gritando: "¡Diego, eres tú!"
Y él viéndola de través,
dijo: "¡Voto a Belcebú,
que no me acuerdo quién es!"
Dio la triste un alarido
tal respuesta al escuchar,
y a poco perdió el sentido,
sin que más voz ni gemido
volviera en tierra a exhalar.

(...)

Y aplicando el capitán
a su potro las espuelas,
el rostro a Toledo dan,
y a trote cruzando van
las oscuras callejuelas.

IV

(...)

A Flandes partió Martínez
de soldado aventurero,
y por su suerte y hazañas
allí capitán le hicieron.
Según alzaba en honores
alzábase en pensamientos,
y tanto ayudó en la guerra
con su valor y altos hechos,
que el mismo rey a su vuelta
le armó en Madrid caballero,
tomándole a su servicio
por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez
quien ha poco entró en Toledo,
tan orgulloso y ufano
cual salió humilde y pequeño.
Ni es otro a quien se dirige,
cobrado el conocimiento,
la amorosa Inés de Vargas,
que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo
olvidó su nombre mesmo,
puesto que Diego Martínez
es el capitán don Diego,
ni se ablanda a sus caricias
ni cura de sus lamentos,
diciendo que son locuras
de gente de poco seso:
que ni él prometió casarse
ni pensó jamás en ello.
¡Tanto mudan a los hombres
fortuna, poder y tiempo!
En vano porfía Inés
con amenazas y ruegos;
cuanto más ella importuna
está Martínez severo.
Abrazada a sus rodillas,
enmarañado el cabello,
la hermosa niña lloraba
prosternada por el suelo.
Mas todo empeño era inútil,
porque el capitán don Diego
no ha de ser Diego Martínez,
como lo era en otro tiempo.
Y así, llamando a su gente,
de amor y piedad ajeno,
mandóles que a Inés llevaran
de grado o de valimiento.
Mas ella, antes que la asieran,
cesando un punto en su duelo,
así habló, el rostro lloroso
hacia Martínez volviendo:
"Contigo se fue mi honra,
conmigo tu juramento;
pues buenas prendas son ambas,
en buen fiel las pesaremos."
Y la faz descolorida
en la mantilla envolviendo,
a pasos desatentados
salióse del aposento.

V

Era entonces de Toledo
por el rey, gobernador,
el justiciero y valiente
don Pedro Ruiz de Alarcón.
Muchos años por su patria
el buen viejo peleó;
cercenado tiene un brazo,
mas entero el corazón.
La mesa tiene delante,
los jueces en derredor,
los corchetes a la puerta
y en la derecha el bastón.

(...)

Una mujer en tal punto,
en faz de grande aflicción,
rojos de llorar los ojos,
ronca de gemir la voz,
suelto el caballo y el manto,
tomó plaza en el salón
diciendo a gritos: "¡Justicia,
jueces, justicia, señor!"
Y a los pies se arroja humilde
de don Pedro de Alarcón,
en tanto que los curiosos
se agitan alrededor.
Alzóla cortés don Pedro,
calmando la confusión
y el tumultuoso murmullo
que esta escena ocasionó,
diciendo:
"Mujer, ¿qué quieres?
"Quiero justicia, señor."
"¿De qué?"
"De una prenda hurtada."
"¿Qué prenda?"
"Mi corazón."
"¿Tú lo diste?"
"Lo presté."
"¿Y no te le han vuelto?"
"No."
"¿Tienes testigos?"
"Ninguno."
"¿Y promesa?"
"¡Sí, por Dios!
Que al partirse de Toledo
un juramento empeñó."
"¿Quién es él?"
"Diego Martínez."
"¿Noble?"
"Y capitán, señor."
"Presentadme al capitán,
que cumplirá si juró."
Quedó en silencio la sala,
y a poco en el corredor
se oyó de botas y espuelas
el acompasado son.
Un portero, levantando
el tapiz, en alta voz
dijo: "El capitán don Diego."
Y entró luego en el salón
Diego Martínez, los ojos
llenos de orgullo y furor.
"¿Sois el capitán don Diego
--díjole don Pedro-- vos?"
Contestó altivo y sereno
Diego Martínez:
"Yo soy."
"¿Conocéis a esta muchacha?"
"Ha tres años, salvo error."
"¿Hicísteisla juramento
de ser su marido?
"No."
"¿Juráis no haberlo jurado?"
"Sí, juro."
"Pues id con Dios."
"¡Miente!", calmó Inés llorando
de despecho y de rubor.
"Mujer, ¡piensa lo que dices……!"
"Digo que miente, juró."
"¿Tienes testigos?"
"Ninguno."
"Capitán, idos con Dios,
y dispensad que acusado
dudara de vuestro honor."
Tornó Martínez la espalda,
con brusca satisfacción,
e Inés, que le vio partirse;
resuelta y firme gritó:
"Llamadle, tengo un testigo;
llamadle otra vez, señor."
Volvió el capitán don Diego,
sentóse Ruiz de Alarcón,
la multitud aquietóse
y la de Vargas siguió:
"Tengo un testigo a quien nunca
faltó verdad ni razón."
"¿Quién?"
"Un hombre que de lejos
nuestras palabras oyó,
mirándonos desde arriba."
"¿Estaba en algún balcón?"
"No, que estaba en un suplicio
donde ha tiempo que expiró."
"¿Luego es muerto?"
"No, que vive,"
"Estáis loca, ¡vive Dios!
¿Quién fue?"
"El Cristo de la Vega,
a cuya faz perjuró."
Pusiéronse en pie los jueces
al nombre del Redentor,
escuchando con asombro
tan excelsa apelación.
Reinó un profundo silencio
de sorpresa y de pavor,
y Diego bajó los ojos
de vergüenza y confusión.
Un instante con los jueces
don Pedro en secreto habló,
y levantóse diciendo
con respetuosa voz:
"La ley es ley para todos;
tu testigo es el mejor,
mas para tales testigos
no hay más tribunal que Dios.
Haremos…lo que sepamos.
Escribano, al caer el sol
al Cristo que está en la Vega
tomaréis declaración."

VI

(...)

Llegado el gobernador
y gente que le acompaña,
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara
y de hinojos un momento
le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos de una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo,
así demandó en voz alta:
Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana,
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires: "¡Sí, juro!"
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa…….
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.

Conclusión

Las vanidades del mundo
renunció allí mismo Inés,
y espantado de sí propio
Diego Martínez también.
Los escribanos, temblando
dieron de esta escena fe,
firmando como testigos
cuantos hubieron poder.
Fundóse un aniversario
y una capilla con él,
y don Pedro de Alarcón
el altar ordenó hacer,
donde hasta el tiempo que corre,
y en cada año una vez,
con la mano desclavada
el crucifijo se ve.

J. Zorrilla



Imagen relacionada
Imagen:https://www.google.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario